miércoles, 26 de agosto de 2015

Cuatro pontífices en la ONU

Coincidirá la próxima visita de Francisco a la ONU con la primera intervención de un Pontífice católico ante la Asamblea General de esa Organización. ¿Qué se espera de Francisco? Además de los temas comunes en su discurso: Los niños, los jóvenes, los ancianos, los desarraigados, la familia, hará mucho énfasis en el tema ambiental y con base en la Encíclica Laudato Sí instará a las naciones a proteger el planeta contra los dañinos efectos de los gases vertidos en nuestra atmósfera y para superar la crisis ecológica que está viviendo la humanidad, para lo cual, incluso proclamó el 1 de septiembre, para coincidir con la fecha que hace años tiene prevista la Iglesia Ortodoxa, una “Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación”. Así, ante la ONU, Francisco ratificará su “revolución valiente” para proteger el planeta del calentamiento global, de la destrucción sistemática y del consumismo.

Ya en mayo de 2014, Francisco se reunió en el Vaticano con Ban Ki-moon, a quien le pidió que Naciones Unidas promueva la justicia para la población en pobreza, así como una "movilización ética mundial" que acabe con las desigualdades y difunda un "ideal común de fraternidad y solidaridad".



El primer Pontífice en concurrir a la ONU fue Pablo VI el 4 de octubre de 1965, quien a instancia del Secretario General U Thant, manifestó que su intervención estaba investida a la vez de sencillez y de grandeza. “De sencillez, pues quien os habla es un hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido —si os place, consideradnos desde ese punto de vista— de una soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él, que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor”.

Pablo VI quería ratificar con su presencia el poder moral y político de la ONU, que además representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial, la última esperanza de concordia y paz, pues allí se consagró el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni siquiera, por el miedo o el engaño, trabajando por la fraternidad los unos con los otros.

Muy diplomáticamente, el Santo Padre citó las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, quien en 1961 había proclamado: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad». Se refirió también al derecho de los Estados pequeños de hacer parte de la ONU, del hambre, de la violencia, así como en la necesidad de asegurar a todo hombre una vida conforme a su dignidad y resumió todo en una frase: “el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo”.



Por su parte, San Juan Pablo II visitó por primera vez la ONU el 2 de octubre de 1979 y, ante el Secretario General Dr. Kurt Waldheim, señalando la función de la Santa Sede como Observador permanente en la Organización, recordando que los Pontífices Juan XXIII y Pablo VI miraban con confianza hacia esta importante Institución, como un signo elocuente y prometedor de nuestros tiempos.

Allí señaló que su intervención no era política, sino para hacer notar que la ONU une y asocia naciones y Estados. Une y asocia, y no ya divide ni contrapone: ella busca las vías de entendimiento y de colaboración pacífica, tratando, con los medios a su disposición y con los métodos posibles, de excluir la guerra, la división, y la recíproca destrucción de la gran familia, que es la humanidad actual y señaló que la ONU acepta y respeta la dimensión religioso-moral de los problemas humanos, de los cuales la Iglesia se ocupa, en virtud del mensaje de verdad y de amor que debe llevar al mundo, pues es esencial que nos encontremos en nombre del hombre tomado en su integridad, en toda la plenitud y multiforme riqueza de su existencia espiritual y material, como ya Juan Pablo II lo había expresado en su primera Encíclica, la Redemptor Hominis.

Expresó que las Naciones Unidas, su carácter universal, no puede dejar de ser el "forum", la alta tribuna, desde la que se valoran, en la verdad y en la justicia, todos los problemas del hombre, y que era necesario medir el progreso de la humanidad no sólo por el progreso de la ciencia y de la técnica, por encima del cual resalta toda la singularidad del hombre en relación con la naturaleza, sino al mismo tiempo y más aún por la primacía de los valores espirituales y por el progreso de la vida moral, a través de la definición, el reconocimiento y el respeto de los derechos inalienables de las personas y de las comunidades de los pueblos.

Frente al dolor de la Segunda Guerra Mundial, en el aniversario de su finalización, Juan Pablo II expresó que en su peregrinación como Pontífice a Polonia había visitado el campo de exterminio de Auschwitz, lugar tristemente conocido, cuyo recuerdo debería constituir una señal de alerta en los caminos de la humanidad contemporánea para hacer desaparecer de una vez para siempre todo tipo de campos de concentración en cualquier lugar de la tierra. Por tanto, debería desaparecer para siempre, de la vida de las naciones y de los Estados, todo lo que tiene relación con aquellas horribles experiencias, lo que bajo formas incluso distintas —es decir, de cualquier tipo de tortura y de opresión, tanto física como moral, ejercida con cualquier sistema, en cualquier lugar— es su continuación, fenómeno todavía más doloroso, si se efectúa con el pretexto de "seguridad" interna o de necesidad de conservar una paz aparente.

También se refirió a las formas de desigualdad en la posesión de los bienes materiales y en su disfrute, así como a las tensiones económicas existentes en cada país, en las relaciones entre los Estados e incluso entre continentes enteros, que llevan en sí elementos sustanciales que limitan o violan los derechos del hombre, como por ejemplo, la explotación en el trabajo y múltiples abusos contra la dignidad del hombre.

En este discurso, de corte netamente político, el Papa Polaco criticó el criterio de naturaleza hegemónica imperialista, que debería transformarse en el de naturaleza humanística, es decir, la verdadera capacidad de cada uno de reducir, frenar y eliminar al máximo las diversas formas de explotación del hombre y asegurarle, mediante el trabajo, no sólo la justa distribución de los bienes materiales indispensables, sino también una participación que corresponda a su dignidad , para evitar el abismo entre la minoría de los excesivamente ricos y la multitud de los miserables, que afectan también las diversas formas de injusticia en el campo del espíritu, que el Papa denominó la segunda clase de amenaza, seguida de una tercera: Los ataques a la libertad religiosa, que no pueden escudarse bajo el lema de ser “signo de los tiempos”, cerrando luego con una reflexión acerca de los niños en el mundo y la siguiente pregunta: ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo si no un futuro mejor en el respeto de los derechos del hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del dos mil que se acerca?

El 5 de octubre de 1995, Juan Pablo II se dirigía por segunda vez a la Asamblea General de las Naciones Unidas, pidiéndole ser un centro moral para todas las naciones del mundo, expresando al Doctor Boutros Boutros-Ghali, la felicitación por los cincuenta años de la Organización, refiriéndose a las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad en el umbral del nuevo milenio.

Hombres y mujeres afrontan restricciones a su libertad, que es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre, y por eso, refiriéndose al siglo XX, lo calificó como un siglo de constricción, el cual ha de dar paso a un siglo de persuasión, el XXI, donde debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común el futuro del hombre; por eso condenó abiertamente el totalitarismo moderno, que ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida: “Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la "inferioridad" de algunas naciones y culturas”. Y hasta creó una definición para la "guerra fría": “Una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad”.

Analizó también el problema de las nacionalidades, que aún hoy se sitúa en el horizonte mundial, pues, caracterizado por una fuerte "movilidad", hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía, llamando sobre ese tema a una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico, para que pueda protegerse también el “respeto por las diferencias”: “La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera los niños - se libra”; ese miedo a la diferencia ha conducido a una verdadera pesadilla de violencia y de terror.

También criticó el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no con base en lo que es bueno sino con base en lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo y sus negativas consecuencias políticas que inspiran un nacionalismo agresivo, con base en el cual someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales fue una característica notoria de las relaciones entre el "Norte" y el "Sur" del mundo, razón por la cual pidió que en el panorama económico internacional se impusiera la cooperación internacional y un ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. Pero, más allá del miedo por la imposición de estos obstáculos, Juan Pablo II proclamó en esta segunda intervención “la civilización del amor”, en su condición de testigo de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia misericordiosa y con un mensaje profundo: Debemos vencer nuestro miedo del futuro, frase muy unida a su primer discurso el día de su elección: ¡¡No tengáis miedo¡¡



Siguiendo los pasos de sus predecesores, Pablo VI y Juan Pablo II, el 18 de abril de 2008 Benedicto XVI intervino en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y allí ofreció al mundo sus argumentos para una fundamentación antropológica y ética de los derechos humanos y sobre los riesgos de no reconocerlos. Destacó el concepto de familia de naciones, que ya explicara su predecesor desde la misma tribuna, en 1995 y dijo que los ideales que subyacen en las relaciones internacionales: el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria. 

Benedicto XVI partía de la convicción de que los problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden someterse a una reglamentación común que se concreta, por un lado, en algunas reglas internacionales vinculantes, y por otro en estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Tanto unas como las otras «están intrínsecamente ordenadas a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana, que es una parte fundamental de ese bien común». El derecho se erige, de este modo, en condición de posibilidad de un justo orden internacional. Sólo así podrá guiar a la humanidad hacia el futuro.

El Papa denunció que la obligatoriedad de los derechos humanos se ve frecuentemente desatendida desde una perspectiva utilitarista, que intenta privarlos de su verdadera función, que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona.

Cuatro pontífices y cinco intervenciones, sobre las cuales, el balance es que gran parte de la humanidad continúa "excluida de los beneficios del progreso" y es "relegada a seres de segunda categoría”.

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