Coincidirá
la próxima visita de Francisco a la ONU con la primera intervención de un
Pontífice católico ante la Asamblea General de esa Organización. ¿Qué se espera
de Francisco? Además de los temas comunes en su discurso: Los niños, los
jóvenes, los ancianos, los desarraigados, la familia, hará mucho énfasis en el
tema ambiental y con base en la Encíclica Laudato
Sí instará a las naciones a proteger el planeta contra los dañinos efectos
de los gases vertidos en nuestra atmósfera y para superar la crisis ecológica
que está viviendo la humanidad, para lo cual, incluso proclamó el 1 de
septiembre, para coincidir con la fecha que hace años tiene prevista la Iglesia
Ortodoxa, una “Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación”. Así,
ante la ONU, Francisco ratificará su “revolución valiente” para proteger el
planeta del calentamiento global, de la destrucción sistemática y del
consumismo.
Ya en
mayo de 2014, Francisco se reunió en el Vaticano con Ban
Ki-moon, a quien le pidió que Naciones Unidas promueva la justicia para la
población en pobreza, así como una "movilización ética mundial" que
acabe con las desigualdades y difunda un "ideal común de fraternidad y
solidaridad".
El primer
Pontífice en concurrir a la ONU fue Pablo VI el 4 de octubre de 1965, quien a
instancia del Secretario General U Thant, manifestó que su intervención estaba investida
a la vez de sencillez y de grandeza. “De sencillez, pues quien os habla es un
hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de
entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está
investido —si os place, consideradnos desde ese punto de vista— de una
soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en
libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él,
que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal,
ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos
nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que
formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a
nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor”.
Pablo VI quería ratificar con su
presencia el poder moral y político de la ONU, que además representa el camino
obligado de la civilización moderna y de la paz mundial, la última esperanza de
concordia y paz, pues allí se consagró el gran principio de que las relaciones
entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los
tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni
siquiera, por el miedo o el engaño, trabajando por la fraternidad los unos con
los otros.
Muy diplomáticamente, el Santo
Padre citó las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, quien en 1961
había proclamado: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será
quien ponga fin a la humanidad». Se
refirió también al derecho de los Estados pequeños de hacer parte de la ONU,
del hambre, de la violencia, así como en la necesidad de asegurar a todo
hombre una vida conforme a su dignidad y resumió todo en una frase: “el
edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios
espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de
iluminarlo”.
Por su parte, San Juan Pablo II
visitó por primera vez la ONU el 2 de octubre de 1979 y, ante el Secretario
General Dr. Kurt Waldheim, señalando la función de la Santa Sede como
Observador permanente en la Organización, recordando que los Pontífices Juan
XXIII y Pablo VI miraban con confianza hacia esta importante Institución, como
un signo elocuente y prometedor de nuestros tiempos.
Allí señaló que su intervención
no era política, sino para hacer notar que la ONU une y asocia naciones y
Estados. Une y asocia, y no ya
divide ni contrapone: ella busca las vías de entendimiento y de
colaboración pacífica, tratando, con los medios a su disposición y con los
métodos posibles, de excluir la guerra, la división, y la recíproca destrucción
de la gran familia, que es la humanidad actual y señaló que la ONU acepta y
respeta la dimensión
religioso-moral de los problemas humanos, de los cuales la Iglesia se ocupa, en
virtud del mensaje de verdad y de amor que debe llevar al mundo, pues es
esencial que nos encontremos
en nombre del hombre tomado en su integridad, en toda la plenitud y
multiforme riqueza de su existencia espiritual y material, como ya Juan Pablo II lo había expresado en
su primera Encíclica, la Redemptor
Hominis.
Expresó
que las Naciones Unidas, su carácter universal, no puede
dejar de ser el "forum", la alta
tribuna, desde la que se valoran, en la verdad y en la justicia, todos los
problemas del hombre, y que era necesario medir el progreso de la humanidad
no sólo por el progreso de la
ciencia y de la técnica, por encima del cual resalta toda la singularidad
del hombre en relación con la naturaleza, sino al mismo tiempo y más aún por la
primacía de los valores espirituales y por el progreso
de la vida moral, a través de
la definición, el reconocimiento y el respeto de los derechos inalienables de
las personas y de las comunidades de los pueblos.
Frente al dolor de la Segunda Guerra
Mundial, en el aniversario de su finalización, Juan Pablo II expresó que en su
peregrinación como Pontífice a Polonia había visitado el campo de exterminio de
Auschwitz, lugar tristemente conocido,
cuyo recuerdo debería constituir una
señal de alerta en los
caminos de la humanidad contemporánea para hacer
desaparecer de una vez para
siempre todo tipo de campos de
concentración en cualquier
lugar de la tierra. Por tanto, debería desaparecer para siempre, de la vida de
las naciones y de los Estados, todo lo que tiene relación con aquellas
horribles experiencias, lo que bajo formas incluso distintas —es decir, de
cualquier tipo de tortura y de opresión, tanto física como moral, ejercida con
cualquier sistema, en cualquier lugar— es su continuación, fenómeno todavía más
doloroso, si se efectúa con el pretexto de "seguridad" interna o de
necesidad de conservar una paz aparente.
También se refirió a las formas
de desigualdad en la posesión de
los bienes materiales y en su disfrute, así como a las tensiones económicas
existentes en cada país, en las relaciones entre los Estados e incluso entre
continentes enteros, que llevan en sí elementos sustanciales que limitan o
violan los derechos del hombre, como por ejemplo, la explotación en el trabajo
y múltiples abusos contra la dignidad del hombre.
En este discurso, de corte
netamente político, el Papa Polaco criticó el criterio de naturaleza hegemónica imperialista, que debería
transformarse en el de naturaleza
humanística, es decir, la verdadera capacidad de cada uno de reducir,
frenar y eliminar al máximo las diversas formas de explotación del hombre y
asegurarle, mediante el trabajo, no sólo la justa distribución de los bienes
materiales indispensables, sino también una participación que corresponda a su
dignidad , para evitar el abismo entre la minoría de los excesivamente ricos y
la multitud de los miserables, que afectan también las diversas formas de
injusticia en el campo del espíritu, que el Papa denominó la segunda clase de amenaza, seguida de una tercera: Los ataques a la libertad
religiosa, que no pueden escudarse bajo el lema de ser “signo de los tiempos”,
cerrando luego con una reflexión acerca de los niños en el mundo y la siguiente
pregunta: ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad,
a todos los niños del mundo si no un futuro
mejor en el respeto de los
derechos del hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del dos
mil que se acerca?
El 5 de
octubre de 1995, Juan Pablo II se dirigía por segunda vez a la Asamblea General
de las Naciones Unidas, pidiéndole ser un centro moral para todas las naciones
del mundo, expresando al Doctor Boutros Boutros-Ghali, la
felicitación por los cincuenta años de la Organización, refiriéndose a las
consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes
tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad en el umbral del nuevo
milenio.
Hombres y mujeres afrontan
restricciones a su libertad, que es la medida de la dignidad y de la grandeza
del hombre, y por eso, refiriéndose al siglo XX, lo calificó como un siglo de
constricción, el cual ha de dar paso a un siglo de persuasión, el XXI, donde
debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común
el futuro del hombre; por eso condenó abiertamente el totalitarismo moderno,
que ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una
agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida:
“Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que
predicaban la "inferioridad" de algunas naciones y culturas”. Y hasta
creó una definición para la "guerra fría": “Una situación de tensión
internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre
la cabeza de la humanidad”.
Analizó también el problema de
las nacionalidades, que aún hoy se sitúa en el horizonte mundial, pues,
caracterizado por una fuerte "movilidad", hace los mismos confines
étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al
impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de
comunicación social y la mundialización de la economía, llamando sobre ese tema
a una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico, para que pueda
protegerse también el “respeto por las diferencias”: “La realidad de la
"diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a
veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la
"diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y
exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a
la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que
las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera
los niños - se libra”; ese miedo a la diferencia ha conducido a una verdadera
pesadilla de violencia y de terror.
También criticó el utilitarismo,
doctrina que define la moralidad no con base en lo que es bueno sino con base
en lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y
de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la
libertad. El utilitarismo y sus
negativas consecuencias políticas que inspiran un nacionalismo agresivo,
con base en el cual someter una nación más pequeña o más débil es considerado
como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales fue una
característica notoria de las relaciones entre el "Norte" y el "Sur"
del mundo, razón por la cual pidió que
en el panorama económico internacional se impusiera la cooperación
internacional y un ética de la solidaridad, si se quiere que la participación,
el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el
futuro de la humanidad. Pero, más allá
del miedo por la imposición de estos obstáculos, Juan Pablo II proclamó en esta
segunda intervención “la civilización del amor”, en su condición de testigo
de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de
que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia
misericordiosa y con un mensaje profundo: Debemos vencer nuestro miedo del
futuro, frase muy unida a su primer discurso el día de su elección: ¡¡No
tengáis miedo¡¡
Siguiendo los pasos de sus predecesores, Pablo VI y Juan
Pablo II, el 18 de abril de 2008 Benedicto XVI intervino en la Asamblea General
de las Naciones Unidas, y allí ofreció al mundo sus argumentos para una
fundamentación antropológica y ética de los derechos humanos y sobre los
riesgos de no reconocerlos. Destacó el concepto de familia de naciones, que ya explicara su
predecesor desde la misma tribuna, en 1995 y dijo que los ideales que subyacen
en las relaciones internacionales: el deseo de la paz, la búsqueda de la
justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la
asistencia humanitaria.
Benedicto XVI partía de la convicción de que los problemas y
conflictos relativos a la comunidad mundial pueden someterse a una
reglamentación común que se concreta, por un lado, en algunas reglas internacionales
vinculantes, y por otro en estructuras capaces de
armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Tanto unas como
las otras «están intrínsecamente ordenadas a promover el bien común y, por
tanto, a defender la libertad humana, que es una parte fundamental de ese bien
común». El derecho se erige, de este modo, en condición de posibilidad de un
justo orden internacional. Sólo así podrá guiar a la humanidad hacia el futuro.
El Papa denunció que la obligatoriedad de los derechos
humanos se ve frecuentemente desatendida desde una perspectiva utilitarista,
que intenta privarlos de su verdadera función, que excluyen la posibilidad de un
orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona.
Cuatro pontífices y cinco intervenciones, sobre las cuales,
el balance es que gran parte de la humanidad continúa
"excluida de los beneficios del progreso" y es "relegada a seres
de segunda categoría”.
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