El matrimonio,
es un consorcio de vida y para toda la vida. Benedicto XVI, el Papa emérito,
puntualizó en 2013, que aunque el sacramento del matrimonio “no pide la fe
personal de los esposos, sí que se exige como condición mínima necesaria la
intención de hacer lo que hace la Iglesia”. También
destacó en su momento el concepto católico del "bonum coniugum" en el matrimonio, es decir, el comprender que
el único bien entre los cónyuges consiste simplemente en el "querer
siempre el bien del otro".
Ante
la actual crisis de fe, que afecta a varias regiones del mundo, hay también una
crisis de la sociedad conyugal, con toda la carga de sufrimiento y malestar que
esto implica, para los hijos. Ya desde su obra teatral de 1960, El taller del orfebre, compuesto, no por
casualidad, en la misma época que su obra filosófica Amor y responsabilidad,
Karol Wojtyła ha expresado el dilema en el que se debate la cultura
contemporánea: la separación entre el pensamiento y la vida.
El
Santo Padre Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familirais Consortio en 1981, quiso hacer un llamado sobre la
importancia de la Iglesia al servicio de la familia en un momento en que el
matrimonio se encuentra amenazado.
Dios diseñó el
matrimonio con una doble finalidad: comunicar vida
y comunicar amor. Las dos finalidades del matrimonio, están tan unidas
una a la otra, que son inseparables: Los esposos forman una entidad orgánica,
como la forman la cabeza y el corazón.
La
indisolubilidad del matrimonio siempre ha parecido una exigencia muy difícil de
cumplir. En efecto, cuando Jesús insiste en ella, los mismos discípulos
exclamaron que era preferible no casarse: “Si ésa es la condición del hombre con la mujer, más vale no casarse” (Mc.
10, 2-12).
San Pablo
corrobora esa difícil enseñanza de Jesús con una curiosa expresión, la cual nos
muestra que los problemas matrimoniales no son exclusivos de nuestra
época: “¿Estás
casado? No te separes de tu esposa. ¿Eres soltero? No te
cases. Pero si te casas, no haces mal, y si una joven se casa, tampoco
hace mal. Sin embargo, los que se casan sufren en esta
vida muchas tribulaciones, que yo quisiera evitarles” (1 Cor. 7,
27-28).
Revisando solo el Magisterio más reciente, el Concilio
Vaticano II, el Papa Juan Pablo II y el Catecismo de la Iglesia Católica corroboran las enseñanzas que hay en
la Biblia sobre la permanencia del Matrimonio, ratificadas por Francisco.
Dos siglos después del comienzo del Cristianismo, el Concilio Vaticano
II se da cuenta del peligro en que está el Matrimonio y la familia. Por
eso, se refiere al
divorcio como una epidemia. Un poco después del Vaticano II, el
Papa Juan Pablo II, preocupado por
esta epidemia divorcista, destaca su mala influencia en la sociedad misma: «El
valor de la indisolubilidad no puede ser considerado como el objeto de una
simple opción privada: afecta a uno de los pilares de toda la
sociedad» que, por supuesto, es la familia.
El mismo Juan Pablo II, en su Encíclica sobre la familia, Familiaris Consortio, reafirma la enseñanza de
Jesucristo sobre el matrimonio y el divorcio: «El don del sacramento es al
mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por
encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad
del Señor: ‘lo que Dios ha
unido, no lo separe el hombre’» (FC 20).
El Papa Juan Pablo II, no se queda allí sino que pide a los esposos cristianos su testimonio de
fidelidad para siempre: «Dar testimonio del inestimable
valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las
parejas cristianas de nuestro tiempo» (FC 20).
En este momento es necesario hablar del cuerpo, que el papa Wojtyła
define con una expresión teológicamente inusitada y llena de coraje “sacramento
de la persona”19. A partir de esta intuición, desarrollará una extraordinaria
“teología del cuerpo”, capaz no solo de poner de relieve la riqueza
personalista de la corporeidad humana sino también de aclarar su densidad
teológica en la historia de la salvación, dentro del “gran misterio” (cfr. Ef
5, 32) de la esponsalidad de Cristo resucitado con la Iglesia, su Cuerpo
místico. Precisamente en el cuerpo, más aún, en el sexo que lo caracteriza como
cuerpo masculino y femenino, el ser humano descubre su vocación al amor. Juan
Pablo II forja una de las categorías más luminosas de su teología del cuerpo
cuando afirma que este tiene un “significado esponsal”.
Juan Pablo II ha hablado mucho de la presencia del Espíritu Santo, con
sus dones, en el seno del amor humano, subrayando sobre todo la importancia del
don de piedad que nos hace darnos cuenta de nuestra dependencia de Dios, y que
nos hace conscientes y respetuosos de la presencia divina. Esto hace que la
vida conyugal, incluyendo los actos sexuales que la caracterizan, no se
convierta jamás en una costumbre, sino que cada vez esté más penetrada de
contenidos personales y religiosos, capaces de hacerla rica y fresca con la perenne
novedad del Espíritu del amor.
El Papa Francisco, hablando sobre los obstáculos que nos impiden seguir
a Jesús, presentó la “cultura de la provisionalidad” como uno de esos
obstáculos. “Cuántas parejas se casan, sin decirlo, pero pensándolo con el corazón:
‘hasta que dure el amor y después se verá…’ Es la fascinación de lo
provisional”. (Fco- 27-5-13).
"Pero también pienso en tantos hombres y mujeres que han dejado la
propia casa para hacer un matrimonio por toda la vida; ¡aquello es "seguir
a Jesús de cerca! ¡Es lo definitivo! Lo provisional, es no seguir a
Jesús". (Fco- 27-5-13).
La enseñanza de la Iglesia, siguiendo la instrucción de Jesucristo, puede parecer demasiado exigente.
De hecho, muchos hoy en día la rechazan. Pero Dios es el que sabe cómo
formó a la pareja humana y por qué puso esas normas. Y ya las
estadísticas, los estudios y las
consecuencias que están a la vista dan la razón a la Iglesia… y a Dios.
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