Recientemente canonizado, Juan XXIII era conocido como el <<Papa Bueno>>; el mismo Francisco lo calificó como “el santo de la docilidad al Espíritu Santo”. Revisando algunos aspectos de su vida, siendo el cuarto de los catorce hijos de una familia de campesinos italianos, no puedo dejar de lado ese noble origen del nuevo Santo, menos cuando los problemas del agro colombiano han hecho que sin control ni medida se abuse de los demás ciudadanos: estudiantes, profesionales, pequeños comerciantes, etc., que en municipios de distintas categorías (las categorías que el D.N.P. fija anualmente), se vean obligados a pasar dificultades y muchas veces a no poder conseguir siquiera lo necesario para darle a sus pequeños hijos como ocurrió en agosto en Villa de Leyva.
Juan XXIII estaba convencido de que los
protagonistas del desarrollo económico, del progreso social y de la elevación
cultural de los ambientes agrícola-rurales, deberían ser los mismos interesados
y añadía: “Ellos pueden fácilmente comprobar cuán noble es su trabajo: sea
porque lo viven en el templo majestuoso de la creación; sea porque lo ejercen a
menudo en la vida de las plantas y de los animales, vida inagotable en sus expresiones,
inflexible en sus leyes, rica en recuerdos de Dios Creador y Próvido; sea
porque produce la variedad de los alimentos de que se nutre la familia humana,
y proporciona un número siempre mayor de materias primas a la industria”.
El trabajo del campo representa la dignidad de un
oficio que se distingue precisamente porque conjuga una serie de actividades
que son fuente de las distintas profesiones. Un campesino es un meteorólogo,
sabe cuándo cultivar y cosechar; es un químico, sabe qué abonos aplicar y en
qué momento; es un financista, sabe cuánto le cuesta su empresa; es un biólogo,
sabe qué plagas atacan sus cultivos. Pero también, como san Juan XXIII lo
decía, es una persona que ejerce un trabajo que exige “capacidad de orientación
y de adaptación, paciencia en la espera, sentido de responsabilidad, espíritu
perseverante y emprendedor”.
En el sector
agrícola, como en cualquier otro sector productivo, la asociación es una
exigencia vital, que los debe hacerse sentir solidarios en la fraternidad cuando
la nación y sus conciudadanos se encuentran en dificultades. El nuevo Santo
agregaba: “Los trabajadores de la tierra, empeñados en mejorar y elevar el
mundo agrícola-rural, pueden legítimamente pedir que su trabajo sea sostenido e
integrado por los poderes públicos, con tal que ellos también se muestren y
sean sensibles a las llamadas del bien común y contribuyan a su realización”.
De nada sirve manifestarse si se atacan los bienes y los derechos
fundamentales de las demás personas.
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