Ya
es casi un lugar común expresar que nuestro mundo es un mundo relativista,
donde hace falta redescubrir la verdad, a través de la colaboración entre razón
y fe, en un diálogo fecundo. Ese relativismo, según el propio papa emérito
Benedicto XVI, “es una postura cultural
que niega la existencia de verdades objetivas que están en la base de un orden
moral natural”. Hay, toda una gama de intensidades en los colores
relativistas como lo expresa Monseñor Mariano Fazio.
El Pontífice
emérito quiso direccionar su magisterio para derrotar el materialismo y dar un
verdadero testimonio del amor de Dios por el hombre mediante el anuncio
explícito del Evangelio, llevado con orgullo a todos los ámbitos de la
existencia cotidiana, junto con sus aportes doctrinales a partir de su
elevación a la Cátedra de Pedro.
Como es bien
sabido, Ratzinger es un gran teólogo que subraya continuamente el papel que en
su obra desempeña la razón en el seno del cristianismo, en cuya esencia está el
reivindicar la dignidad de la razón humana. El Cardenal Ratzinger, antes de ser
Papa, presentó en 2004 una ponencia titulada “Lo que cohesiona el mundo. Las bases morales y prepolíticas del
Estado.”
Allí expresó
que la tarea concreta de la política es poner el poder bajo el escudo del
derecho y regular así su recto uso: “No
debe tener vigencia el derecho del más fuerte, sino más bien la fuerza del
derecho”. Francisco, por su parte, nos ha dicho que el poder
del Papa está en el servicio.
Sin embargo,
el poder ejercido en orden al derecho y a su servicio está en las antípodas de
la violencia, entendida como poder sin derecho y opuesto a él. “De ahí que sea importante para cada sociedad
que el derecho y su ordenamiento estén por encima de toda sospecha, porque sólo
así puede desterrarse la arbitrariedad y se puede vivir la libertad como
libertad compartida”.
Benedicto XVI,
en el famoso discurso que pronunció el 12 de septiembre de 2006 en la
Universidad de Ratisbona, denunciaba cómo la violencia no se puede utilizar
para imponer una determinada fe; su condena a la fuerza como elemento para
imponer la fe, se resumía así: “La
violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma.
Dios no se complace con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la
naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien
quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de
razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas (…) Para
convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a
instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar a
muerte a una persona.” Francisco en cambio habló en el sermón de la Misa
del Inicio del Ministerio Petrino en Roma, sobre la custodia de todos, que como
la de san José, debe ser ejercida “con
discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una
fidelidad total.”
Benedicto, en su discurso ante el Bundestag
de la República Federal Alemana, había abordado el tema de “los fundamentos del
Estado liberal de derecho” con unas palabras de San Agustín incluidas en De Civitate Dei: “un Estado que no respeta el derecho es una gran banda de forajidos”,
señalando el compromiso de la política con la justicia, con el propósito de
crear las condiciones básicas para la paz. Así mismo, señaló que “servir al derecho y combatir el dominio de
la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político.” Así lo
había expuesto el 9 de mayo de 2011 ante el Congreso de Aquileia en Venecia, al
expresar que “la fe cristiana debe
afrontar hoy nuevos retos: la búsqueda a menudo exasperada del bienestar
económico, en una fase de grave crisis económica y financiera, el materialismo
práctico, el subjetivismo dominante. En la complejidad de estas situaciones
sois llamados a promover el sentido cristiano de la vida… también con la
promoción del bien común: el bien de todos y de cada uno… suscitando una nueva
generación de hombres y de mujeres capaces de asumir responsabilidades directas
en los diversos ámbitos de la sociedad, de modo particular en el político.”
Francisco, más cura de
parroquia, nos señala que ese servicio debe ser un compromiso que no solo
afecta a los cristianos, sino que también posee una dimensión que antecede a
todos y que es simplemente humana. “Es
custodiar toda la creación, la belleza de la creación… es custodiar la gente,
el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños,
los ancianos, quienes a menudo son más frágiles y que a menudo se quedan en la
periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los
cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y
con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de los padres. Es
vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la
confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la
custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed
custodios de los dones de Dios.” Este mensaje nos muestra cómo Francisco es
un teólogo descalzo, pues no obstante su formación académica, en un Papa que ha
vivido la realidad de las cosas que afectan a los hombres, a las mujeres, en
fin, a la familia con niños y abuelos, como institución básica de la sociedad.
Ratzinger se
refería en su intervención de 2004 al contexto histórico presente y a las
exigencias que de él se derivan. Y, en cuanto a la democracia, expresaba que
opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña
que también las mayorías pueden ser ciegas e injustas y a su vez pueden ignorar
los derechos legítimos de las minorías. Francisco también se ha pronunciado
sobre las minorías, pero mucho más, ha actuado por y con ellas, no sólo desde
su pontificado, sino desde su ministerio; con los jardineros y empleados de
servicio del Vaticano, con los jóvenes presos de una cárcel romana, etc.
Ante el Bundestag,
el Papa emérito se preguntaba en 2011: ¿cómo se reconoce lo que es justo?, que
contesta de la siguiente manera: En la historia,
los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados en modo
religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide
aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes
religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un
derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En
cambio, se ha referido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del
derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una
armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la
Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento
filosófico y jurídico que se había formado en el siglo II a. C. En la primera
mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho
natural social desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del
derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha
sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de
la humanidad. A partir de este vínculo precristiano entre derecho y filosofía
inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo
jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta
nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949
"los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de
toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo".
La interculturalidad y sus consecuencias, era una dimensión
a la que se refería Ratzinger, en la que le parece indispensable ahondar para
plantear las cuestiones fundamentales acerca del hombre, que no se puede
entablar pura y simplemente entre cristianos ni únicamente dentro de la
tradición racionalista occidental, pues también analiza el ámbito cultural
islámico, así como el hinduismo y el budismo, completando el panorama con las
culturas tribales africanas y también las culturas tribales latinoamericanas,
incitadas por ciertas teorías cristianas. Incluso, el mismo Nicolás Sarkozy, alguna vez expresó
que “la Iglesia no puede quedar
indiferente ante los problemas de la sociedad a la que pertenece, así como la
política no puede quedar indiferente ante el hecho religioso y los valores
espirituales y morales. No hay religión sin responsabilidad social, no hay
política sin moral.”
Un grave
inconveniente que se puede apreciar en la actualidad, en la administración
pública, es el subjetivismo, “que
desemboca muchas veces en el individualismo extremo o en el relativismo, que
impulsa a los hombres a convertirse en única medida de sí mismos”, relegando
a Dios a la esfera privada, en lo que se conoce como un antropocentrismo
subjetivista, autoerigiéndose el hombre en “árbitro
de la verdad y del error, del bien y del mal”, una profunda mentira
relativista, que sólo podría combatir cuando “El hombre debe abandonar la mentira de la independencia que no conoce
vínculo alguno; debe reconocer que no es un ser autárquico o autónomo. Debe
abandonar la mentira de la arbitrariedad”, que únicamente empobrece el proyecto
existencial de la persona; Francisco ya ha hablado del tema y, seguramente
cuando dicte su primera Encíclica se referirá a este tema, pues aunque
la Iglesia no pretende “de ninguna manera
mezclarse en la política de los Estados”, ni hacer de la ley religiosa (la sharia de los musulmanes) la ley
política del Estado, sus intervenciones son de carácter moral, no una operación
confesional, sino una salvaguarda de los valores morales naturales para ser compartidos
con toda la humanidad.
Eso
quiere significar que debemos tratar de alcanzar una comunidad política que
acepte la sana laicidad, esa “autonomía
de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de
la esfera moral”, sin desconocer que los fieles católicos tenemos una
obligación grave de participar activamente en la vida pública de nuestros
países, para formar consensos en torno a la verdad sobre el hombre y,
particularmente en contra de la dictadura del relativismo y en pro de la
evangelización de la cultura.
Esas
palabras de Benedicto XVI buscan que tengamos un “corazón dócil”, y poseen alcance universal que nos da “la capacidad de distinguir el bien del mal,
para así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz”
y nos obligan a todos los católicos a ser como la frase del escudo del
Pontífice emérito: “Cooperadores de la
Verdad”, pero también a actuar y elegir con misericordia la opción por los
demás, “miserando atque eligendo”,
como dice el lema heráldico de Francisco.
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