Con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud - JMJ celebrada recientemente en Madrid, el Santo Padre quiso reunirse en el monasterio de “El Escorial” con los jóvenes profesores de las universidades españolas, llamándolos a ser difusores de la verdad, en circunstancias no siempre fáciles.
Recordó primeramente sus primeros pasos como profesor en la Universidad de Bonn, cuando todavía se apreciaban las heridas de la guerra y eran muchas las carencias materiales, cuando todo lo suplía la ilusión por una actividad apasionante, así como el trato con colegas de las diversas disciplinas y el deseo de responder a las inquietudes últimas y fundamentales de los alumnos.
La comunidad, “universitas”, de profesores y estudiantes debe buscar en conjunto la verdad en todos los saberes, pues como diría Alfonso X el Sabio, la Universidad es ese “ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes”, los cuales deben ser “arraigados, edificados y firmes” pues apuntan a tener fundamentos sólidos para la vida.
La Universidad ha sido, y está llamada a ser siempre, la casa donde se busca la verdad propia de la persona humana y, encarna, pues, un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor.
A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea hoy exclusivamente la de formar profesionales competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento, como lo exige nuestro Plan Nacional de Desarrollo 2010 – 2014 “Prosperidad para todos”; sin embargo, como profesores, Benedicto XVI nos recuerda nuestra importante y vital misión: ser estímulo y fortaleza para nuestros estudiantes, siendo personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad. Así las cosas, la enseñanza no debe ser una escueta comunicación de contenidos, sino una formación de jóvenes a quienes debemos comprender y querer, para suscitarles esa sed de verdad que poseen en lo profundo y ese afán de superación.
Como profesores, no debemos atraer a los estudiantes a nosotros mismos, sino encaminarlos hacia esa verdad que todos buscamos, con una vida colmada de sentido y fecunda en frutos, tanto de conocimiento como de fe. Eso se logra únicamente con coherencia de vida y pensamiento, es decir, con la ejemplaridad que se exige a todo buen educador.
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